UNA RACIÓN DE PREMIOS LITERARIOS, POR FAVOR

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Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Los tiempos están cambiando. Así tituló una de sus inolvidables canciones el cantautor norteamericano nacido en Minnesota, Bob Dylan. Hoy día, en lo que se refiere a la literatura podríamos anular el gerundio para afirmar definitivamente: «los tiempos han cambiado». Ya no entro en si para mejor o para peor, eso lo deducirán ustedes, pues según quién sea el beneficiado y quién el perjudicado se podrían establecer diferentes visiones.

Hablo de la literatura y del mundo editorial. De sus pomposos premios que recaen en sonadas personalidades. Antiguamente, en mi infancia, uno recibía un premio cuando había sacado una buena nota en un examen, cuando se esforzaba e incluso metía un gol en un partido de fútbol reñido; e incluso cuando volvía de hacer la compra y ayudar en las tareas del hogar. Era una recompensa al esfuerzo y al buen hacer. Hoy día, los premios en la literatura no tienen nada que ver con la perseverancia y menos aún con la calidad. Un premio literario parece vinculado a la imagen proyectada del premiado y a la ratio de ventas que pueda establecer el departamento de marketing de esa editorial. Dudo mucho que los jurados se lean los manuscritos presentados a un premio sobre todo teniendo en cuenta que dicho premio está pre concedido.

Imagen plato tv
Imagen plato tv

Los premios han dejado de ser un reconocimiento a un autor, como en la infancia lo era a una iniciativa y un determinado esfuerzo. Ahora el premio tiene que ver con una estrategia editorial, sin importar lo más mínimo lo que contiene el interior de las tapas del libro premiado. Lo importante es la imagen. La portada. Si total, para qué, si nadie, o casi nadie lee.

Ya no se libra nadie de esta pre constitución del premio. Ni los grandes grupos, ni las medianas y pequeñas editoriales. Hay que cubrir la cuantía del galardón con unas ventas razonables. ¿A quién le importa la narración del libro?¿A quién le importa la calidad del interior?

Decía Juan Rulfo en Pedro Páramo que «hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco». Los premios son como esos pueblos de Juan Rulfo: sin calidad alguna. Pobres y entumidos. Se les conoce con tan sólo respirar su polvareda de fogonazos televisivos.

Las novelas premiadas llevan implícitas en sus páginas la superficialidad con la que han sido concebidas. En ellas no se aprecia, ni de lejos, esa sima de profundidades tan bien pergeñada en Dostoievski, por poner un ejemplo. En libros como Crimen y Castigo, o Los hermanos Karamazov, donde los personajes suscitan la inextricable problemática del ser humano y de la sociedad. Las novelas premiadas de hoy día dejan inalterable tanto al escritor como al lector. Es lo que Maurice Nadeau definió como una novela inútil.

Cómo decía Sábato en El escritor y sus fantasmas, «la gran literatura es esa en la que el cuerpo no puede separarse del alma, ni la conciencia del mundo externo, ni mi propio yo de los otros yos que conviven en mi interior».

Dostoievski
Dostoievski

Volviendo a Dostoievski, en Memorias del subsuelo, el autor nos revela patrones y matrices que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo consigue encontrar la explosiva intimidad del hombre que, poco o nada, tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la técnica. Es, como diría Borges «un fuego que me consume, pero yo soy el fuego».

El buen escritor es un tipo irreverente, revolucionario en su interior, independiente en sus criterios y su conciencia crítica. En el fondo, el buen escritor es un ser antisocial, un rebelde que, cuando los revolucionarios triunfan vuelve a ser considerado un sedicioso por esos mismos insurrectos que llegaron al poder.

El buen escritor es un ser en conflicto permanente porque todos los personajes representan, de alguna manera, a su creador. Y todos, de alguna manera, lo traicionan, lo venden, lo delatan y conspiran contra él. Todos surgen del corazón del escritor y gracias al intelecto pueden superarlo en bondad, en sadismo, en generosidad o en avaricia.

A medida que los personajes de una novela avanzan en su creación se van convirtiendo en seres independientes. Actitudes y acciones que pueden llegar a ser contrarias, o una completa antítesis de ese croquis inicial del escritor. Aquel personaje que parecía ser un descreído terminará siendo el valedor del más inesperado principio ético. Y aquel que parecía el tipo más honesto puede terminar traicionándose a sí mismo por un puñado de monedas, como Judas Iscariote. Porque así es la vida.

Es quizá, esa belleza en los abismos la que arrastra a los personajes libres de una buena novela. Un destino tan sorprendente como irrevocable. Pero ocurre que, en las novelas de ahora, en las premiadas, nada de eso ocurre, porque todo está milimétricamente calculado con las curvas del beneficio de los programas de marketing. Hay que dar una sensación políticamente correcta para no ser cancelado. Una imagen de proyección que guste a los medios. El mejor lado en cámara para las futuras entrevistas y presentaciones. La soltura ante el micrófono. Bañarse en un toque de progresismo endulzado con unas gotas de Chanel, mientras se disfruta de una ración de calamares.

Hoy en día, o mejor dicho nunca, la mejor literatura ha estado frente a los destellos fotográficos, ni los paneles led, ni los sets de rodaje y filmación, ni los mejores platós que combinan los focos de cuarzo con la luz cálida o fría, según el momento. La buena literatura, como dijo Borges «vive entre sombras luminosas y vagas que no son aún tinieblas».

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