Uno de los problemas que puede tener un escritor a la hora de redactar sobre otro es examinarlo demasiado. No ya por la documentación que ingiere para poder escribir sobre la vida y la obra de ese escritor convertido en personaje, sino por el veneno, que gota a gota, se va instilando en la conciencia del que investiga.
Estudiar a un escritor, adentrarse en su obra y su vida, es como naufragar en un enorme rio colmado de piedras, de fango, de juncos, de insectos, de niebla y rayos de sol que se entrecruzan en el camino. Llega un momento en que los brazos se sienten extenuados de tanto bracear en las contradicciones propias de la vida, y entonces, no queda más remedio que tomar partido. Hay que orillarse para no morir extenuado.
El propio escritor al que estudiábamos minuciosamente ha generado en nosotros un fuerte vínculo afectivo, tanto que ha cegado la supuesta imparcialidad con la que iniciábamos el incorruptible ensayo de su obra y de su vida. Todo esto se acentúa más aún cuando el ensayo a tratar no se centra en un solo escritor, sino en los matices de la vida y la obra de cuatro torrentes del mundo literario: P.G. Wodhouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton.
El libro de Jorge Freire, Los extrañados, en un alarde de síntesis, se ha adentrado en las vidas personales y literarias de estos incomparables creadores de la literatura. Y para ello ha buscado auxilio en fijar la mirada en determinados hechos singulares de la vida de cada uno de los protagonistas. Hechos que, por otra parte, los llevaron a ser individuos entre admirados o aborrecidos, como en el caso de Wodhouse; entre resentidos o idealistas en el caso de Bergamín; entre envidiados o fulgentes en el caso de Blasco Ibáñez; y entre el pliegue afrancesado y femenino o el fortín troyano e inclemente de Wharton.

Puedes leer el artículo completo en LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS – ACE